Una tendencia fuerte del corazón humano es la tendencia a la fecundidad, a dar fruto abundante, a ver que nuestra vida sirve para algo y para alguien. En el evangelio de este domingo XV de tiempo ordinario, Jesucristo toca este tema, y lo hace con una parábola que todos podemos entender fácilmente.
Nuestra vida es como una tierra fecunda, que si recibe buena semilla puede dar buenos frutos según la capacidad de cada uno. Esta tierra fecunda recibe la Palabra de Dios como un regalo de lo alto. No podríamos dar frutos de vida eterna si no recibiéramos de lo alto la gracia de Dios, que nos hace hijos en el Hijo, si no recibiéramos el Espíritu Santo, que nos hace fecundos. La semilla, por tanto, está garantizada, es de primerísima calidad.
Viene después la tierra. Y en esta parábola, Jesús nos va explicando cómo hay quienes apenas acogen la Palabra, viene el enemigo y la roba. El enemigo es el Maligno, es Satanás. Su tarea es la de robar de nuestros corazones esa buena semilla, que, al no ser bien acogida, es fácilmente robada. Atención a esta acción del demonio. A muchos los entretiene, los distrae, los aparta de Dios. Es preciso que por nuestra parte hagamos un esfuerzo por labrar la tierra, para que produzca fruto. Precisamente porque es un don de lo alto, debemos poner toda nuestra atención para que el demonio no nos engañe y nos robe la Palabra de nuestro corazón.
Otra actitud es la de acoger con alegría esa buena semilla, pero encuentra una tierra llena de piedras, con escasa profundidad y sin poder arraigar. En cuanto salió el sol, se secó. Hay cosas gordas en la vida humana que impiden a la Palabra echar raíces. Hay personas que dicen que no son creyentes por la cuenta que les tiene, es decir, porque no quieren quitar de su vida algo que va contra la ley de Dios. Prefieren ser infecundos y no ajustar su vida al plan de Dios. Así no hay fruto. Una semilla no puede arraigar en un terreno pedregoso. Para que la tierra quede mullida hay que empezar quitando lo más gordo, y luego vendrán otras labores.
Otra actitud es la que representa la tierra con zarzas, espinas y otras hierbas. Quizá haya profundidad para acoger la Palabra y dar fruto abundante, pero esa tierra no está cuidada. Si se deja crecer la mala hierba, es imposible que el fruto perdure. Se ahoga. Son los afanes de la vida, los problemas que se acumulan, el trabajo que agota. Es la seducción de las riquezas por las que tantos se afanan. El corazón de estas personas está ocupado y, al tiempo que brota la buena semilla, brotan los propios intereses que no coinciden con los de Dios. En la vida cristiana hay todo un trabajo de ir quitando lo que estorba, es la tarea de la abnegación, de la mortificación. Aunque haya buenos deseos y buenos propósitos, porque la Palabra ha arraigado, si no se van puliendo los afectos desordenados, los apegos, llegarán a asfixiar los buenos frutos.
Por último, Jesús habla de la tierra que está preparada, que va siendo cuidada. Esta tierra acoge la Palabra y da fruto. El corazón humano es capaz de dar frutos de vida eterna, de vida abundante, si es cuidado con esta buena semilla y con la colaboración esforzada de mimar la tierra. Qué satisfacción cuando vemos los frutos, y eso que todavía no acabamos de verlos del todo. Sembramos con esperanza y en su día cosecharemos.
Esa tierra no se refiere a personas distintas. Todas esas actitudes o tipos de tierra pueden darse en una misma persona, por etapas de su vida, por diferentes aspectos de su personalidad. Se trata de que todo el corazón vaya convirtiéndose en tierra buena para que produzca fruto en todos los campos. Como en toda tierra de labranza, trabajo nunca falta, es tarea de toda la vida. El sembrador es excelente, la semilla es de primera calidad, la tierra de nuestra vida ha de ir cultivándose continuamente para que produzca frutos abundantes.
Recibid mi afecto y mi bendición:
- Demetrio Fernández, obispo de Córdoba