V Domingo del tiempo ordinario.
Llamados a ser la sal y la luz del mundo.
Citas: 1ª lectura: Isaías 58,7-10. Salmo: 111 El justo brilla en las tinieblas como una luz. 2ª lectura: 1ª Corintios 2,1-5. Evangelio: Mateo 5,13-16.
Todos los seres humanos coincidimos en una misma naturaleza; tenemos los mismos problemas, las mismas necesidades reales, nacemos y expiramos de modo parecido y no podemos elegir nacer, ni cómo ni cuándo ni dónde. Las diferencias ante nuestra riqueza y nuestro poder se van produciendo a lo largo de la vida como consecuencia de nuestro actuar y el de nuestra familia y son injustas si las conseguimos atentando contra la libertad y la vida de los demás o por ser desmesuradas.
Ante las crisis, los conflictos entre las naciones, las pandemias, las guerras… como siempre, los pobres son los que soportan lo peor, por eso lo que Dios quiere ante tales situaciones no es la mortificación ni el ayuno, sino no cerrarse al prójimo, al que es como nosotros, a nuestra propia carne. Nos falta esa empatía necesaria para identificarnos con quienes sufren y padecen: hambre, desnudez, pobreza, desamparo… Por ello es importante, si queremos mejorar la justicia y nuestra vida, compartir el pan con el hambriento, hospedar al pobre, vestir al desnudo; es decir, realizar las obras de misericordia como quiere Jesucristo, así se manifestará entre nosotros la gloria de Dios. La pregunta es ¿Qué estamos nosotros dispuestos a hacer por los demás?
Como discípulos de Jesucristo no podemos actuar desde la sabiduría y el poder que impone el mundo que no encaja con la sabiduría y el poder de Dios. Hemos de saber acoger el poder y la fuerza del sacrificio personal, de la entrega a los demás, afrontando la persecución y el rechazo hasta dar la vida si fuera necesario, como hizo Jesús Nazareno. El Reino de Dios ha de ser, no sólo proclamado sino vivido y llevado a la práctica por cada uno de los miembros de la comunidad, la Iglesia, desde las premisas del Evangelio de Jesús, pues hemos de ser esa sal y esa luz que den sabor y color a la vida, que demos soluciones a los problemas de los que sufren; desde las catástrofes y las miserias de nuestra propia naturaleza hasta los conflictos que nosotros mismos provocamos. Cualquiera de nosotros, como criaturas de Dios, formamos parte de la misma familia; la especie humana, con las mismas necesidades y urgencias, obligaciones y privilegios. La paz y la justicia social sólo pueden venir de la entrega y el amor sincero entre nosotros. Como cristianos nuestra vocación es comprometernos con esa justicia y paz verdaderas y que vienen del Espíritu de Dios. No podemos guardar nuestros principios en el corazón, hemos de llevarlos a nuestra vida, como hizo Jesucristo. Hoy Él nos invita no sólo a proclamar la palabra de Dios sino además a acompañarla con nuestra coherencia de vida.