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Puente Genil
sábado, abril 20, 2024

Sobre “LA HUELLA DE CALDERÓN”, de Víctor Reina…por Ernesto Cáceres

Sobre “LA HUELLA DE CALDERÓN”, de Víctor Reina.

Ernesto Cácers. Abogado y escritor.

Está justificado. El aplauso del respetable en pie durante más de diez minutos después de cada una de las tres representaciones que han tenido lugar en nuestro Teatro-Circo está justificado. Esta obra de teatro aúna muchísimas virtudes y todo el apoyo institucional con que se la haya podido sostener o apuntalar (especialmente desde la Agrupación de Cofradías, Hermandades y Corporaciones Bíblicas y la Delegación de Cultura del Ilustre Ayuntamiento de Puente Genil) bien ha valido la pena. Aunque, como siempre, lo que nunca dejará de sorprender a propios y extraños es la absoluta implicación del pontano militante (oriundo o allegado) en todo lo que tenga que ver con nuestra cultura y nuestras tradiciones ancestrales, desde las casi ochenta personas comprometidas de manera apasionada con la representación (autor del libreto, compositor y director de música, instrumentistas, actores, figurantes, dirección de escena, modista, escenografía, técnicos de todo tipo, saeteros…) hasta los impagables mecenas privados que con tanta frecuencia pegan un importante pellizco a su patrimonio para cubrir cuanto se necesite cada vez que se invoca su ayuda en esta maravillosa misión común de defensa de nuestra genuinidad. Vive Dios que con un ejército de hombres así de convencidos y unidos se hubiese tardado menos en tomar Esparta.

Puente Genil es diferente. Puente Genil es único. Y desde el pasado fin de semana queda para nuestra historia una artística y contundente muestra más de ello.

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El autor del texto mantiene el pulso y la intensidad de la acción y la expresión poética en todo momento, con algunas series concatenadas de redondillas que llegan a ser brillantes (en realidad, la brillantez a que nos tiene acostumbrados siempre don Víctor Reina, dijo bien don Jesús Gálvez en su introducción al acto que es uno de los grandes vates de la Mananta) y en otras ocasiones, las menos, blandiendo en el discurso, según quiso entender mi torpe oído, el romance sereno, con encabalgamientos, de modo y manera que entre unas y otros, y el lenguaje caballeresco al que sirven de cañamazo, el fantástico diseño de vestuario y los geniales y delicadísimos suspiros musicales que don Rafael Sánchez (ese gigante para el que se nos agotan los calificativos de elogio) ha creado aquí también para rematar el lienzo, trasladan a la audiencia con naturalidad al Siglo de Oro español. Esto, la naturalidad y la credibilidad en escena, tan difícil de conseguir y tan soberbiamente logrado en esta obra, que es el actuante un fingidor que presta su rostro y su voz a las oníricas ensoñaciones de un poeta y briega con la ímproba empresa de convencer al implacable tribunal del patio de butacas.

Aquí ha ganado la Defensa, lo lamento por la oscura Gentilidad y la brava interpretación en ese papel de don Santiago Reina, que se habrá divertido de lo lindo vociferando las acusaciones de un personaje tan contrario a su carácter bohemio, poniendo teatralmente su acento grave y profundo al servicio del ingenio literario de su querido sobrino, y todo tan entre amigos.

Porque, permítaseme tras su mención, repasar con él el resto del plantel de actores. La maestría en la interpretación de Ricardo Luna (Calderón) y Federico Vergne (Enrique) no defraudó. Pero quizás, bendita suerte la nuestra, como que se esperaba. Con ansia y con avidez, anhelosos todos de sucumbir al embelesamiento que impone su presencia en escena, por esa titánica capacidad para hacer que el espectador se olvide del resto del mundo y pierda hasta la conciencia del tiempo, absorto en la obra durante su representación. Pero como que se esperaba, digo, otro brillo al que nos tienen malacostumbrados. Sin embargo, que se codearan con ellos sobre las tablas con tanto desparpajo hermanos cofrades actores amateur ha sido algo por completo delicioso. A nuestro generoso y simpático Lorenzo Reina el personaje de don Andrés iba como anillo al dedo, quizás por eso tan sinceras las carcajadas del público en sus intervenciones, un tipo inteligente y socarrón como el artista de carne y hueso que lo encarnaba, alguien con la sencillez y transparencia del hombre noble y bueno. Antonio Ángel Pino, por su parte, clavaba al adusto y estricto Secretario de los Marqueses de Priego, “con mando en plaza”, bastón labrado y porte de maestro de esgrima, el caballero con emblema de la Orden de Calatrava al hombro que, permeable al veneno de Gentilidad, se muestra intransigente perseguidor de la “locura” de esta Biblia puesta en pie cada año sobre nuestras calles empedradas. Antonio Pineda hacía lo propio con su personaje, el Juicio cabal y templado, la expresión sosegada, que decide tras escuchar sin consentir abusos ni desproporcionados aspavientos a los opuestos en disputa. Todos tan convincentes en la declamación y en el gesto, todos impecables en los diálogos. Pero no puedo evitar hacer mención especial a un protagonista que a mí me ha gustado particularmente, consiéntanme el capricho: Fray Guzmán, un papel muy correcta y dulcemente ejecutado por otro miembro de este grupo de hombres buenos tan queridos para todos, nuestro Javier Villafranca. Con una carga de diálogos para nada ligera, la dificultad incrementada por el clasicismo del lenguaje, con un perfecto dominio de la escena y la comunicación no verbal, Javier parecía nacido y crecido entre bambalinas, debe de ser que, viviendo tan cerca de ese fabuloso espacio escénico que es nuestro Teatro-Circo, durante su infancia y su juventud volaba su espíritu en las noches de luna hacia el coliseo y las candilejas vecinas, soñándose en la piel de otras vidas, y así aprendió, con el aderezo de mil lecturas, los secretos de la dramaturgia. Qué sabio y hábil Fray Guzmán, qué ejecución del hombre religioso más equilibrada, va a ser difícil imaginar a don Javier ya sin tonsura, tanto más cuanto que la bondad y el buen carácter le vienen de la cuna.

Un último apunte. La encarnación en el escenario, antes del alegato final, de figuras bíblicas grandes y pequeñas que flotaban como incorpóreas, apareciendo y desapareciendo tras los telones, para sugerirnos las visiones del autor, la perdurabilidad de su sueño garantizada en la sabia nueva que recoge el testigo emulando con orgullo a sus mayores, emociona.

Un proyecto, en suma, que ha sido todo un acierto y que, me temo, habrá de llevarse a las tablas más veces por petición popular.

Puente Genil es diferente. Puente Genil es único. Y sabe defender como nadie su genuinidad. ¡Viva la Mananta Santa Pontana! ¡Viva Puente Genil!

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