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martes, abril 23, 2024

«Gracias, Don Eugenio»…por Ernesto Cáceres

GRACIAS, DON EUGENIO...

Abogado y Escritor.

Desde que nos dijeron que don Eugenio echaba la persiana este treintaiuno de diciembre se diría que andamos todos medio de duelo. Ay, qué vamos a hacer sin usted, querido amigo, profesional a quien los títulos de Tabernero Real, Anfitrión Máximo, Capitán General de la Noble Orden de la Hostelería o Bodeguero Supremo se quedarían cortos. A quién vamos a ir a llorar ahora, con quién compartir nuestras fugaces alegrías en esta puñetera vida que no da cuartel, en qué cava refugiarnos ateridos de frío y de soledad con la garantía de que saldremos con el corazón recompuesto y sanadas las heridas como a todos nos ocurre en su bendita casa. Qué huérfanos nos va a dejar usted, Caballero de mandil oscuro y coloridos tirantes, dónde encontrar ahora su sonrisa de padre, su docta prudencia, su chispa ilustrada, su complicidad.

Siéntase muy orgulloso, se lo ruego. Muy pocos marchan así, por la puerta grande, con el aplauso unánime y emocionado de quienes hemos sido sus felices huéspedes durante toda una vida, que ha dejado usted el pabellón de su oficio en la cima del Olimpo, con esa excelencia que no se compra con dinero, que no se imparte en academias ni se escenifica con telones brocados y refinado attrezzo, y que es la excelencia personal.

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Yo sé que usted se va porque hace ya mucho que perdió la cuenta. Y, entretanto, se nos encanecen las sienes y los huesos comienzan a doler. La cuenta de las horas robadas a la familia y al sueño para atender con entrega y esmero a una clientela a la que ama tanto como ella a usted, la cuenta de los días, y los meses, y los años (más de cuarenta), en que habrá saltado de la cama en la madrugada fría cuando apenas llevaba un rato recostado, recién limpia y cerrada la tasca, porque sabía a la perfección que su público, despuntando la aurora, esperaba contar de nuevo con su hospitalidad y su calor infalibles e inefables para comenzar con algo de aliento la jornada, porque le puede la vocación de servicio, porque ha vivido usted para atender y cuidar a los demás, casi como una madre generosa.

Cuánto tenemos todos que agradecerle. Recuerdo que comencé a visitar su casa siendo yo poco más que un adolescente de la mano de un amigo bigotudo y dicharachero (nuestro añorado Manolín, que anda ya por el Cielo) que me sacaba unos lustros pero me superaba con creces en sentido del humor y hasta en ganas de vivir, y desde entonces ha sido usted para nosotros, como para todos los que frecuentan su barra, uno más de la familia, se lo aseguro. Cuántas ocasiones en que nos veía usted llegar cargados de maletas desde tierras extrañas, adonde habíamos tenido que emigrar para buscar el sustento dejando la raíz del corazón aquí, y le faltaba tiempo para interrumpir su propio almuerzo (más que tardío) con doña Milagros, otra santa, e invitarnos a compartir las delicias que acababa de preparar en su modesta cocina. Cuántas veces que uno ha percibido el afecto y la sonrisa sinceros en su gesto de brazos abiertos al preguntar “¿Ya por aquí unos días? ¿Cómo va todo?”.  Un trato afable y limpio que ha prodigado para todos sin distinción. Por eso todo el mundo le quiere tanto, don Eugenio, por eso nos rompe el alma su despedida. Que ha regentado usted en ese esquinazo durante casi medio siglo un auténtico templo de la amistad. Cuánta broma, cuánta tertulia, cuánta risa, cuánta reconciliación, cuántos encuentros, cuántos problemas desmadejados y arreglados bajo su techo. Y cuánto secreto albergará usted, que ha sido confesor y consuelo para tantos y habrá escuchado debatir sobre tantas cosas mientras secaba en silencio con su blanco paño su vajilla. Que nadie le conoce a usted un mal modo, querido mesonero, ni una voz alta, ni una imprudencia, ni una sola acritud.

De su buen corazón y su nobleza como profesional, para mí, hay una muestra palpable, pequeña en tamaño físico pero gigante en significado, prendida de una de las paredes de su hospedería (que sí, que aquello tiene el maravilloso poder de recuperar nuestras almas para la briega cotidiana, pues qué somos todos sino niños en cuerpos de adulto, soñadores que intentan mantenerse en pie frente al desencanto de la vida). En un marco en la zona central del muro frente a su mostrador, en alto, como estrella o espejo a los que mirar en los momentos en que se busca inspiración, mantiene usted una fotografía icónica de alguien que fuera su compañero de profesión durante mucho tiempo y que ya, por desgracia, no nos acompaña, el dueño de otra taberna principal y antológica: el bueno de “El Tiri”, tan trabajador también, tan simpático, a cuyo establecimiento, más cercano a mi barrio de San José, tengo recuerdos de acudir siendo muy niño acompañando a mis padres. Que haga usted por mantener vivo el recuerdo de alguien bueno a quien los engreídos gurús del deshumanizado éxito empresarial de hoy en día, en sus pseudoclases magistrales, podrían incluso calificar de antigua competencia solo da fe de que juega usted en otra liga como profesional y como ser humano. Le alabo el gusto, Honorable Posadero, Ventero Mayor que nos cuida desde su sagrada casa de auxilio para bohemios y gente de buen talante, territorio de paz. Y suplico a quien pudiera aventurarse en la difícil tarea de mantener abierta su inolvidable taberna con el mismo nivel de atención y cariño para con todos, que coloque junto a la de “El Tiri” otra foto de usted bien visible, que merece usted un altar y una corona de laureles de campeón griego.

Disfrute usted de su más que merecido descanso, querido amigo don Eugenio. Marche con la absoluta tranquilidad de que no pudo hacerlo mejor, de que queda en el corazón de todos. Su pueblo de Puente Genil le quiere. Ahora, eso sí, vive Dios que le vamos a echar de menos.

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