Daniel 3, 52-56 A ti gloria y alabanza por los siglos de los siglos.
La urgencia de la comunión entre los hombres y los pueblos queda de manifiesto en los horrores que estamos observando estos mismos días con los desastres y guerras en diferentes puntos de la tierra. Es necesario entre nosotros el sentido de comunión y unidad en la diversidad, fruto del amor manifestado por Dios, expresado por medio de Jesucristo y actualizado constantemente por el Espíritu Santo. Dios se nos revela por medio de los profetas como alguien cercano aunque no lo podamos ver, compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad; que perdona las culpas a los que con sinceridad le buscan y acoge a los que sufren; a todas las personas en su realidad humana. El ser humano frente a Dios es siempre objeto de misericordia. Por Jesucristo sabemos que Dios se comporta como un Padre cercano que siempre va con nosotros y en quien hemos de confiar. Los cristianos, desde nuestra fe en Jesucristo, prestamos nuestra adhesión a un Dios humano, que se ha encarnado en nuestra vida, camina con nosotros, conoce nuestra condición y nuestras miserias, se interesa por nuestros problemas, se compromete a llevar adelante la comunión entre todas las personas y, si lo acogemos, puede habitar en nuestro interior dándonos su Espíritu.
Las sagradas escrituras, al hablar de las tres personas de la Santísima Trinidad y de sus actuaciones salvadoras ya nos están subrayando que Dios son esas tres personas con una única naturaleza divina. Un Dios único revelado como comunión de esas tres personas, que ha creado al hombre a su imagen y espera de él que realice también en el mundo este proyecto de comunión en la diversidad de: pueblos, culturas, razas, lenguas, personas. Hemos de comenzar desde los círculos más estrechos: la familia, el trabajo, los amigos, las relaciones sociales… con la mirada puesta en toda la Iglesia y toda la humanidad.
Jesucristo es nuestro liberador y salvador con una acción que se enraíza en el amor del Padre, causa de todas las obras de Dios en su intimidad humana y en el mundo. Al Espíritu Santo, Vínculo de la comunión del Padre y el Hijo y de la comunión de la Iglesia, hay que atribuirle la fuerza de esa comunión que realiza en nosotros desde los diversos carismas y dones que nos distribuye para la edificación y consecución del bien de todos. La raíz profunda de todo es el Amor incondicional y gratuito de Dios, que nos envía a su único Hijo como salvador y no como juez. Aceptar esta oferta de amor es entrar en el camino de la vida eterna. Un Amor Universal, sin fronteras, para todos, para la vida y para que todos se salven, Una vida entregada que nunca termina porque sigue existiendo en Dios después de esta muerte.