Vivimos a diario sumergidos en las tareas cotidianas, y nos hace bien levantar la mirada para otear el horizonte, saber a dónde vamos. En estos días, la liturgia de la Iglesia nos invita a mirar al cielo y contemplar la inmensa multitud de hermanos nuestros que han alcanzado la meta más importante de la vida, que han llegado a la santidad. Porque, como nos recuerda el Papa Francisco, citando a León Bloy: “en la vida existe una sola tristeza, la de no ser santos”. Y esa santidad se fragua a lo largo de esta etapa terrena, con la mirada puesta en el cielo. Vale la pena plantear la vida en clave de santidad.
El 1 de noviembre celebramos la fiesta solemne de Todos los Santos. Para recordar a todos los que nos han precedido en la fe y están gozando de Dios para siempre. Muchos de ellos están reconocidos oficialmente como santos por la Iglesia. Después de un largo proceso, al que han acompañado milagros reconocidos, la Iglesia nos propone su ejemplo y su intercesión. Son nuestros hermanos mayores y constituyen un catálogo interminable. Pero junto a esos canonizados hay muchísimos más santos, cuyo proceso no se ha realizado ni se realizará, y que son santos porque han vivido como Dios manda, dejando tras de sí una estela de bondad en las personas que los han conocido. Los padres que crían con tanto amor a sus hijos, esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, los enfermos, las religiosas ancianas que siguen sonriendo. Esta es la Iglesia militante, es “la santidad de la puerta de al lado”, la “clase media de la santidad”, en palabras del Papa Francisco (Gaudete et exultate, 7).
Convivimos entre santos y sólo por el camino de la santidad construimos un mundo nuevo. La carta magna que inspira nuestro camino de santidad la establece Jesucristo en las Bienaventuranzas evangélicas. Es el Evangelio de este domingo y el Papa Francisco las comenta en la carta mencionada, señalando además el “gran protocolo” de la santidad: “lo que hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40). “La defensa del inocente que no ha nacido debe ser clara, firme y apasionada, porque allí está en juego la dignidad de la persona humana, siempre sagrada, y lo exige el amor a cada persona. Pero igualmente sagrada es la vida de los pobres que ya han nacido, que se debaten en la miseria, el abandono, la postergación, la trata de personas, la eutanasia encubierta en los enfermos y ancianos privados de atención, las nuevas formas de esclavitud, y en toda forma de descarte” (Papa Francisco, Gaudete et exultate 101).
Además de los medios de santificación que conocemos, la oración, los sacramentos, y especialmente la Eucaristía y la Penitencia, la ofrenda de sacrificios, la dirección espiritual, etc., el Papa señala para nuestros días cinco actitudes apremiantes: 1) el aguante, la paciencia y mansedumbre, que nos lleven a vencer el mal a fuerza de bien, y a evitar todo tipo de violencia. Y aquí viene el ejercicio permanente de humildad, que recibe las humillaciones como alimento. 2) la alegría y el sentido del humor. El mal humor nunca es signo de santidad. Ser cristiano es gozo en el Espíritu. El consumismo solo empacha el corazón, puede brindar placeres ocasionales y pasajeros, pero no gozo. 3) audacia y fervor, empuje, entusiasmo, parresía. ¡Ay de mí si no anuncio el evangelio!, decía san Pablo (1Co 9,16). Sufrimos a veces la tentación de Jonás, huir a un lugar seguro. Los santos sorprenden, desinstalan, porque sus vidas nos invitan a salir de la mediocridad tranquila y anestesiante. 4) en comunidad, no solitarios ni aislados como francotiradores. El señor los envió de dos en dos. 5) en oración constante. No hay santidad sin oración, sin ratos especiales dedicados al trato con Dios, a la lectura orante de la Palabra, a preparar y recibir los sacramentos.
Os invito a leer despacio esta carta del Papa Francisco, que es un estímulo para la santidad. Esa santidad que hemos de ejercitar en la vida cotidiana y que crece y se alimenta de los medios conocidos.
Fiesta de Todos los Santos. Miremos al cielo y sintamos el estímulo de tantos hermanos que nos han precedido y que tiran de nosotros hacia la patria celestial.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba.