Y María, su madre, es virgen
Admirable el nacimiento de este Niño, que es Dios y se ha hecho hombre, igual a nosotros en todo sin pecado. Él concentra la ternura de Dios para nosotros y provoca nuestra ternura en relación con él y con su Padre Dios.
La navidad es tiempo de recuperar nuestra dignidad de hijos de Dios, si la hubiéramos perdido. Y es tiempo de mirar al horizonte mundial, sabiendo que todos estamos llamados a ser hijos y vivir como tales hijos, y por tanto, a ser y a vivir como hermanos. Esta es la gran dignidad humana, por encima de todas las diferencias culturales o raciales, e incluso por encima de toda diferencia causada por la injusticia de nuestras relaciones.
En medio de este asombroso misterio, que nos llena de estupor, aparece esta mujer singular, María, elegida por Dios para ser la primera colaboradora en la obra de la redención. Preservada de todo pecado, incluso del pecado original, ha concebido al hijo de Dios hecho hombre en la plenitud de su vitalidad, de su fecundidad, sin necesitar el complemento masculino. No hay mujer más fecunda que ella en la historia, y no porque el Espíritu Santo haya suplido al varón, sino porque ella ha sido fecunda de manera superlativa, como ninguna otra mujer antes o después de ella. Ciertamente, esa fecundidad tan grande le viene de Dios, no de ningún invento humano.
María ha vivido su plena dedicación a Dios, ha vivido consagrada en su virginidad a Dios. Incluso el matrimonio concertado con José incluía esta relación virginal. La sorpresa surgió cuando María esperaba un hijo, y nadie (excepto ella) sabía de dónde venía. Ni las explicaciones que pudiera dar María ni los razonamientos que se hiciera José eran capaces de explicar aquello. Fueron las explicaciones dadas por Dios a través del ángel las que dejaron las cosas en su sitio. María en pureza virginal, consagrada a Dios, aceptó ser la Madre de Dios sin relaciones sexuales, en plena virginidad. Y a José se le anunció que el niño que aparecía en el vientre de María venía del amor de Dios, del Espíritu Santo. María y José aceptaron este reto, respondieron a esta vocación tan singular, cumplieron a la perfección la misión encomendada.
Por eso, al contemplar a este Niño, miramos en su entorno y nos fijamos en su Madre. La fiesta del 1 de enero es la fiesta de la maternidad virginal de María, que va acompañada de la paternidad virginal de José. A primera vista parecen realidades incompatibles, la de ser virgen y la de ser madre. Pero en María esas dos realidades se hacen tan atrayentes como fuera la zarza de Moisés, que ardía sin consumirse. “En la zarza que Moisés vio arder sin consumirse reconocemos tu virginidad milagrosamente conservada. Madre de Dios, intercede por nosotros”, reza una antífona del oficio litúrgico de esta fiesta.
En esta maternidad hay una especial intervención divina. Y para esta maternidad ella se ha preparado virginalmente. Y en esta virginidad aparece claramente la entrega a Dios en estado puro, una entrega que no es estéril, sino fecunda abundantemente. Si la fecundidad biológica viene de Dios a través de la mediación de los padres que se unen para engendrar un nuevo ser, la fecundidad de María viene directamente de Dios sin ninguna otra mediación ni complemento, para manifestar que la fecundidad sobrenatural no es menor que la biológica. Y aquí viene el asombro.
Todos podemos seguir a María en esa entrega a Dios, a su Palabra, con pureza de corazón. Cuanto más puro sea nuestro corazón, más fecunda sobrenaturalmente será nuestra vida. El misterio de la navidad nos habla de vida, de vida abundante. De la vida abundante que se engendra biológicamente y de la vida sobrenatural que se engendra por la fe de un corazón puro. Van muy unidas la una y la otra.
Y como esta fiesta coincide con el comienzo del año civil, a todos mi deseo de un año nuevo lleno de bendiciones de Dios.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba