XXXI Domingo del tiempo ordinario.El amor, a Dios y al prójimo, nos acerca a la «Tierra Prometida»Citas:1ª lectura: Deuteronomio 6,2-6.Salmo: 17 Yo te amo, Señor tu eres mi fortaleza. 2ª lectura: Hebreos 7,23-28.Evangelio: Marcos 12,28b-34 Nuestro planeta Tierra es el único lugar donde podemos habitar y vivir; que supuestamente se comporte bien o mal con nosotros dependerá de cómo sepamos habitarlo; el que un determinado territorio sea mejor o peor, depende fundamentalmente de nosotros,pues vemos como el ser humano lo ha colonizado prácticamente todo. Lo que hemos de tener claro es que la confrontación y las guerras no nos van a procurar vivir mejor, sobre todo si se usan las armas nucleares que los imperios han creado en su defensa, con las que se amenazan mutuamente. La coexistencia y la felicidad dependen de nosotros mismos; en este sentido podríamos decir que la Tierra Prometida no es un lugar, sino un estado personal y comunitario en el cual está implicada toda la humanidad y al que estamos llamados a llegar en paz; en pro de la convivencia y de la vida futura. Es, nuestro respeto a la ley de Dios y su cumplimiento, lo que hará posible que nuestra existencia prevalezca. Sólo nuestro crecimiento personal y nuestro actuar de manera más coherente en favor de la vida nos llevará hacia esa Tierra Prometida. Jesús Nazareno, ante la pregunta que le hace el escribasobre cuál era el primer mandamiento, responde; que el amor a Dios y al prójimo es lo más importante de la vida y son un sólo mandamiento en realidad. Y es que no hay dos tipos de amor; hemos de aprender a amar todo lo que Dios ha creado y nos rodea porque todo tiene un sentido vital para nosotros, todo nos lo ha dado ese Dios de la vida en el que debemos de confiar. Lo que identifica al Dios verdadero de los dioses falsos es que quiere ser amado en la vida de los otros, de los demás, en los hermanos. No podemos decir que amamos a Dios, a quien no vemos, si no amamos al prójimo, al hermano a quien vemos.Jesucristo es el puente entre Dios y los seres humanos por su vida de comunión y servicio y por su sacrificio y muerte en favor de todas las personas. Nos desvela para siempre el verdadero rostro de Dios, el de padre nuestro que está en los cielos, en todo, y que nos ama a través de su persona, de su revelación. A Dios sólo se le puede escuchar y amar a través de Jesucristo, por su encarnación, su sacrificio, su resurrección y redención. Amar a Dios sólo es posible hacerlo amando donde realmente está, en la vida y sobre todo en la vida humana. El amor de Dios es lo que Jesucristo hace por todos nosotros por medio de su Espíritu en esa entrega total de su persona. Nuestro amorno puede ser de boquilla, ha de ser con gestos creíbles de respeto, de ayuda, de liberación del mal, y de donación de vida.