XXXII Domingo del tiempo ordinario.
1ª lectura: Reyes 17,10-16
Salmo: 145 Alaba, alma mía al Señor.
2ª lectura: Hebreos 9,24-28.
En esta vida cada persona busca su propio bienestar dispuesta incluso a luchar despiadadamente contra sus supuestos posibles competidores. Pensamos que la compasión y la generosidad son actitudes anacrónicas en una sociedad moderna que ha de organizar sus propios servicios para atender a todas las necesidades. Lo progresista no es preocuparse por los más necesitados y desfavorecidos en un momento determinado, sino exigir a las administraciones públicas que los atiendan de forma eficiente; mientras, vamos buscando las maneras más hábiles de mentir y defraudar para ganar más y pagar menos impuestos. Cuando la persona vive instalada en su pequeña parcela de bienestar no es fácil recuperar, ante el sufrimiento ajeno, esas entrañas de misericordia que nos hagan ser generosos. Como mucho, damos lo que ya no queremos y nos sobra pero no sabemos acercarnos a los que nos necesitan desde nuestra compañía, compartiendo con ellos nuestro tiempo libre y dedicándole nuestra ayuda, nuestro calor y cariño. Hemos olvidado lo que significa la palabra «compasión» y no sabemos padecer con los que sufren. El modelo de sociedad individualista que hemos creado no está basado en lo que cada persona es para los demás, sino en lo que tiene y posee para sí mismo; de dinero, de prestigio, de poder y de autoridad, e inconscientemente preparamos a las nuevas generaciones para esa competencia y rivalidad que nos presentan los estados e imperios y quienes los dirigen desde sus ideologías, sus culturas y sus riquezas.
Jesucristo nos presenta la grandeza humana y el verdadero valor en el gesto de esa viuda pobre que desde la confianza en un Dios providente sólo piensa en ofrecerse generosamente desde todo lo que es; desde su humildad y su pobreza; y desde todo lo que tiene para vivir; dos monedillas, porque otros lo pueden necesitar. Una grandeza que se mide por la actitud de ayuda y de servicio a esos otros.
Actuando como comunidad de creyentes impulsados por el espíritu de Jesucristo, hemos de aprender a dedicar nuestra vida entera; todo lo que somos y todos los bienes que hemos conseguido en defensa, ayuda y dignidad del prójimo y sobre todo de los más necesitados y desamparados, poniendo toda nuestra atención en todas esas personas, grupos, congregaciones y organismos que se arriesgan y dedican su vida a ello y colaborando con sus proyectos.